giselleblog

martes, febrero 13, 2007

To Him

Y apareciste cuando mi cerebro seguía repitiéndose que el amor había muerto, cuando no había esperanza, cuando el universo era una oscura mancha con un gran signo de interrogación al medio.

Apareciste cuando mi piel seguía creyendo que nada la haría revivir, que había perdido todo, que estaba destinada a la soledad y la confusión.

Me hiciste primero sospechar, luego pensar de a poquitos, soñar tímidamente, adelantar un ¿qué pasaría si...? Empecé a recoger los pedacitos de mi corazón y pegar lentamente uno a uno en su lugar. Y que curioso, con el tiempo hasta el pegamento fue desapareciendo y pareció casi nuevo.

Me desarmaste con tu seguridad, con tu generosidad sin barreras, con tus ojos de basset y tus abrazos de oso. Rendí mis murallas y firmé la rendición sin condiciones. Salí de mi castillo con los guardias de las torres gritándome prudencia y temor, pero por una vez decidí no escucharlos, no oír a nadie más que a mi alocado corazón que como pocas veces decidía soltarse las cadenas.

Y descubrí de tu mano libertades no experimentadas, paz, risas, paisajes diferentes y mundos paralelos al oscuro de siempre. Me mostraste de a pocos que además de atemorizante, es excitante empezar una vida junto a alguien. Que los desacuerdos y desencuentros pasan desapercibidos al lado de la sensación de mezclar juntos los materiales y poner uno a uno los ladrillos de un hogar, de un presente-futuro.

Mi mente por supuesto sigue buscando a veces formas de ser infeliz, de convertir una pulga en un elefante, de hacerle algo de sombra a la felicidad. Porque soy feliz, porque te tengo, porque de pronto me despierto con tu abrazo, porque no me dejas hundirme y me tiendes tu mano fuerte para salir.

En el día que celebramos el inicio te escribo porque no se si seré capaz de hablar, porque sé que si puedo escribir es porque no tengo la capacidad de resumir en una frase, en un párrafo, ni siquiera en una palabra o un abrazo lo suficientemente fuerte todo lo que siento, todo lo que pienso, todo lo que estúpidamente reprimo siempre. Lo siento, soy tan tonta a veces.



Feliz aniversario amor, mil besos en los labios, en la frente, en el alma.


De la noche (y todo en lo que te pone a pensar)

Las luces de la ciudad se encienden tarde en verano. La ciudad es más hermosa si la ves de noche, las casas se vuelven cajitas de luz, el bullicio baja su volumen y se vuelve murmullo. Hasta las hojas de los árboles se ven mejor contra el cielo oscuro. Huele a noche, a día que muere para dar a luz a otro, huele a preludio, a nuevo comienzo.

Desde la terraza de mi edificio, observo la ciudad. Internet, el trabajo, la tele encendida pierden por completo su sentido frente a esta noche estupenda. Cuantas historias desfilan por las calles de Santiago, en las mentes de miles y miles de gentes de rostros en apariencia tan serios o desentonando sonrientes con las paredes grises.

En una ciudad distinta uno esperaría sentirse diferente, debo aclarar que soy extranjera, aunque llevo años aquí, pero no es así. Además de la esperada sensación de soledad inicial y sus accesos posteriores, es curioso encontrar en el fondo lo mismo. La inquietud, la incertidumbre, la presión de la vida diaria; pero al mismo tiempo las grandes esperanzas de un resto de vida esperando por salir, asomándose tímida por la puerta, con las mejillas enrojecidas, presagiando los placeres que le esperan.

Descubrí por lo pronto la lluvia, la sensación extasiante del agua chorreando por mi cara, de soltar el paraguas adrede y echarlo atrás para recibir frías o frescas gotas.

Descubrí más adelante el albor de la nieve en las montañas, tan cerca y tan lejos, tan arriba y tan abajo. Me caí de los esquíes mil veces claro, riendo a mandíbula batiente, como una chiquita feliz.

Descubrí también la libertad tan mentada, el depender de uno mismo, con sus responsabilidades y sus tareas, a veces tan arduas como las impuestas por otros, curioso, muy curioso...

Descubrí luego que el amor, aun después de pisoteado puede volver a florecer, que no hay pena que dure mil años y que el angustioso infierno que pensabas te esperaba por siempre se puede convertir de la noche a la mañana en una realidad paralela, feliz, de nuevas sorpresas.

Descubrí tiempo después la maternidad, el terror absoluto de encontrarse con todo un ser humano en las manos; una masita de arcilla esperando ser moldeada y toda la responsabilidad de convertirla en algo, en alguien, en tu prolongación si, pero a la vez en alguien nuevo, fresco; alguien que luego tendrá a su vez vidas en sus manos y de cuyas decisiones dependerán situaciones, vidas, gente. Abrumadora sensación de poder.

Pero a la par con el terror la ternura, la suave sensación de la piel nueva rozando con la tuya, las sonrisas de amor absoluto, sin segundos pensamientos ni titubeos, los pasitos vacilantes, el tremendo orgullo que se siente cuando ese pedacito en el que trabajaste va tomando forma, va logrando sus pequeños triunfos.

Y todo ese bombardeo de imágenes te viene a la mente en la noche, sentada en la terraza, recibiendo la brisa en la cara. Y pones tu cara de pensamiento y recuerdo hasta que el entra a buscarte. “¿En qué piensas?”... y tu sonríes y le tiendes la mano.


Una sesión de aprendizaje

Hace unos días una amiga me envió vía email un juego de monopolio. Un ejecutable claro, al que solo que había que dar doble click para que replicara a la perfección todas las características y posibilidades del juego con el que tantas veces había pasado las aburridas tardes de invierno.

Mi historia con el monopolio viene de larga data. Tenía yo 6 años cuando observaba extasiada a mis primos, la mayoría más de 10 años mayores que yo, reunidos a la mesa de la sala de mis tíos pasando horas y horas en torno al dichoso jueguito. Yo rogaba una y otra vez que me dejaran jugar, obteniendo siempre la misma respuesta: “estás demasiado chica, no entenderías como”. Si alguna vez me dejaron jugar alguien tomaba mis decisiones, así que mi papel se reducía a lanzar los dados y avanzar las figuritas sobre el tablero. Aún a esa edad tenía la desazón de la trampa, que si bien sentía que era algo que no estaba bien, si mis primos mayores la hacían era por que estaba permitida en algunas ocasiones.

A los 11 o algo así obtuve mi primer juego de monopolio propio, pero claro para ese entonces mis primos mayores ya no jugaban. Todos ellos tenían universidades a las que asistir, novias a las que visitar, hijos a los que atender. Y aunque tenía tras de mi a un entusiasta grupo de posibles participantes, todos ellos eran como yo en mi oportunidad, demasiado chicos para entender y era yo quien tomaba las decisiones. Nuevamente las circunstancias, me llevaban por el lado de la trampa, esta vez permitida porque no tenía paciencia para esperar que aprendieran las reglas ni podía darme el lujo de perder.

Esa noche misma ejecuté el dichoso jueguito y me dispuse a jugarlo con una curiosa mezcla de nostalgia, una vaga sensación de culpa escondida y expectación. A solas, hoy soy un adulto de mas de 30 y mis amigos otro tanto, para que decir más.

La presentación del juego era absolutamente igual al original de cartón, las reglas enunciadas al principio y una ayuda, (help, bah!) servían para dilucidar cualquier duda u olvido. No había jugado monopolio desde hacía mas de una década así que inicié una partida contra la máquina que rápidamente dejé porque no recordaba como hacer muchas cosas y porque me di cuenta de que iba a perder miserablemente. Decidí entonces recurrir a la trampa, mi antigua aliada, para re aprender el juego y al mismo tiempo por un sentimiento de orgullo del hombre contra la máquina.

Para ello escogí a la figurita más característica del juego, la carreta y como mi adversario al perrito. A diferencia del perro original del juego, una figura de metal en la que apenas se vislumbran los contornos del animal, éste lucía como tal, tenía una divertida nariz roja y en lugar de deslizarse por el tablero corría y ladraba al partir.

La partida se inició con la carreta comprando cuanta propiedad cayera bajo sus ruedas, que valiera algo importante claro, todos los trenes y servicios y las propiedades de más valor. El juego permitía que cada jugador escogiera si comprar la propiedad o llevarla a remate, así que cuando el perrito caía en alguna propiedad de valor, simplemente dejaba que se fuera remate y la carreta la adquiría para si.

Curiosamente o castigo divino, los dados parecían darle al perrito de la nariz roja todas las posibilidades, caía en las mejores propiedades, las casillas de arca comunal y casualidad, siempre tenían para él premios, bonos y salidas libres de la cárcel; en tanto mi carretilla caía siempre en propiedades sin valor y casi perdí la cuenta de veces que tuve que pagar una fianza para salir de la cárcel. A diferencia de mis primos menores y de mi misma hacía tantos años ya, este perrito parecía saber lo que hacía o tenía algún pacto secreto anti trampas. En un principio, las ganancias obtenidas por la adquisición de casi todas las propiedades de más valor, paliaban mis pérdidas por los pagos por prisión y otros, pero conforme avanzaba el juego, esta ventaja se hizo cada vez menor. Y ese no era el peor de los males.

Poco a poco, mis dos yo comenzaron a adoptar en mi mente posiciones diferentes a las que originalmente les había destinado. Mis sentimientos hacia el pobre perrito injustamente tratado por la abusiva carretilla tramposa fueron cambiando de la fría posición de sacrificio por el aprendizaje, o debo decir, de mi negativa a perder, a una abierta simpatía.

Me alegraba cada vez que pasaba sin caer por las propiedades de mi malvada carretilla, comencé a dejarlo comprar algunas propiedades, aunque no fueran de gran valor.

Todo esto unido a su ya mencionada buena suerte de perro, terminaron con la descapitalización de la carretilla al seguir pagando derechos de paso y salidas de la cárcel, mientras que el perrito iba avanzando a paso lento pero seguro, digno, sin trampas, aunque llenándose de todos modos los bolsillos de dinero.

Varias vueltas después mi carretilla yacía agotada y sin fondos fuera de juego, mientras el perrito se alzaba con la victoria, y yo quedaba sorprendentemente contenta con mi “derrota”. Al fin y al cabo, me guiñé un ojo, de todos modos había aprendido las reglas del juego otra vez, los conflictos morales estaban fuera del juego.