De la noche (y todo en lo que te pone a pensar)
Las luces de la ciudad se encienden tarde en verano. La ciudad es más hermosa si la ves de noche, las casas se vuelven cajitas de luz, el bullicio baja su volumen y se vuelve murmullo. Hasta las hojas de los árboles se ven mejor contra el cielo oscuro. Huele a noche, a día que muere para dar a luz a otro, huele a preludio, a nuevo comienzo.
Desde la terraza de mi edificio, observo la ciudad. Internet, el trabajo, la tele encendida pierden por completo su sentido frente a esta noche estupenda. Cuantas historias desfilan por las calles de Santiago, en las mentes de miles y miles de gentes de rostros en apariencia tan serios o desentonando sonrientes con las paredes grises.
En una ciudad distinta uno esperaría sentirse diferente, debo aclarar que soy extranjera, aunque llevo años aquí, pero no es así. Además de la esperada sensación de soledad inicial y sus accesos posteriores, es curioso encontrar en el fondo lo mismo. La inquietud, la incertidumbre, la presión de la vida diaria; pero al mismo tiempo las grandes esperanzas de un resto de vida esperando por salir, asomándose tímida por la puerta, con las mejillas enrojecidas, presagiando los placeres que le esperan.
Descubrí por lo pronto la lluvia, la sensación extasiante del agua chorreando por mi cara, de soltar el paraguas adrede y echarlo atrás para recibir frías o frescas gotas.
Descubrí más adelante el albor de la nieve en las montañas, tan cerca y tan lejos, tan arriba y tan abajo. Me caí de los esquíes mil veces claro, riendo a mandíbula batiente, como una chiquita feliz.
Descubrí también la libertad tan mentada, el depender de uno mismo, con sus responsabilidades y sus tareas, a veces tan arduas como las impuestas por otros, curioso, muy curioso...
Descubrí luego que el amor, aun después de pisoteado puede volver a florecer, que no hay pena que dure mil años y que el angustioso infierno que pensabas te esperaba por siempre se puede convertir de la noche a la mañana en una realidad paralela, feliz, de nuevas sorpresas.
Descubrí tiempo después la maternidad, el terror absoluto de encontrarse con todo un ser humano en las manos; una masita de arcilla esperando ser moldeada y toda la responsabilidad de convertirla en algo, en alguien, en tu prolongación si, pero a la vez en alguien nuevo, fresco; alguien que luego tendrá a su vez vidas en sus manos y de cuyas decisiones dependerán situaciones, vidas, gente. Abrumadora sensación de poder.
Pero a la par con el terror la ternura, la suave sensación de la piel nueva rozando con la tuya, las sonrisas de amor absoluto, sin segundos pensamientos ni titubeos, los pasitos vacilantes, el tremendo orgullo que se siente cuando ese pedacito en el que trabajaste va tomando forma, va logrando sus pequeños triunfos.
Y todo ese bombardeo de imágenes te viene a la mente en la noche, sentada en la terraza, recibiendo la brisa en la cara. Y pones tu cara de pensamiento y recuerdo hasta que el entra a buscarte. “¿En qué piensas?”... y tu sonríes y le tiendes la mano.
Las luces de la ciudad se encienden tarde en verano. La ciudad es más hermosa si la ves de noche, las casas se vuelven cajitas de luz, el bullicio baja su volumen y se vuelve murmullo. Hasta las hojas de los árboles se ven mejor contra el cielo oscuro. Huele a noche, a día que muere para dar a luz a otro, huele a preludio, a nuevo comienzo.
Desde la terraza de mi edificio, observo la ciudad. Internet, el trabajo, la tele encendida pierden por completo su sentido frente a esta noche estupenda. Cuantas historias desfilan por las calles de Santiago, en las mentes de miles y miles de gentes de rostros en apariencia tan serios o desentonando sonrientes con las paredes grises.
En una ciudad distinta uno esperaría sentirse diferente, debo aclarar que soy extranjera, aunque llevo años aquí, pero no es así. Además de la esperada sensación de soledad inicial y sus accesos posteriores, es curioso encontrar en el fondo lo mismo. La inquietud, la incertidumbre, la presión de la vida diaria; pero al mismo tiempo las grandes esperanzas de un resto de vida esperando por salir, asomándose tímida por la puerta, con las mejillas enrojecidas, presagiando los placeres que le esperan.
Descubrí por lo pronto la lluvia, la sensación extasiante del agua chorreando por mi cara, de soltar el paraguas adrede y echarlo atrás para recibir frías o frescas gotas.
Descubrí más adelante el albor de la nieve en las montañas, tan cerca y tan lejos, tan arriba y tan abajo. Me caí de los esquíes mil veces claro, riendo a mandíbula batiente, como una chiquita feliz.
Descubrí también la libertad tan mentada, el depender de uno mismo, con sus responsabilidades y sus tareas, a veces tan arduas como las impuestas por otros, curioso, muy curioso...
Descubrí luego que el amor, aun después de pisoteado puede volver a florecer, que no hay pena que dure mil años y que el angustioso infierno que pensabas te esperaba por siempre se puede convertir de la noche a la mañana en una realidad paralela, feliz, de nuevas sorpresas.
Descubrí tiempo después la maternidad, el terror absoluto de encontrarse con todo un ser humano en las manos; una masita de arcilla esperando ser moldeada y toda la responsabilidad de convertirla en algo, en alguien, en tu prolongación si, pero a la vez en alguien nuevo, fresco; alguien que luego tendrá a su vez vidas en sus manos y de cuyas decisiones dependerán situaciones, vidas, gente. Abrumadora sensación de poder.
Pero a la par con el terror la ternura, la suave sensación de la piel nueva rozando con la tuya, las sonrisas de amor absoluto, sin segundos pensamientos ni titubeos, los pasitos vacilantes, el tremendo orgullo que se siente cuando ese pedacito en el que trabajaste va tomando forma, va logrando sus pequeños triunfos.
Y todo ese bombardeo de imágenes te viene a la mente en la noche, sentada en la terraza, recibiendo la brisa en la cara. Y pones tu cara de pensamiento y recuerdo hasta que el entra a buscarte. “¿En qué piensas?”... y tu sonríes y le tiendes la mano.
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