Una sesión de aprendizaje
Hace unos días una amiga me envió vía email un juego de monopolio. Un ejecutable claro, al que solo que había que dar doble click para que replicara a la perfección todas las características y posibilidades del juego con el que tantas veces había pasado las aburridas tardes de invierno.
Mi historia con el monopolio viene de larga data. Tenía yo 6 años cuando observaba extasiada a mis primos, la mayoría más de 10 años mayores que yo, reunidos a la mesa de la sala de mis tíos pasando horas y horas en torno al dichoso jueguito. Yo rogaba una y otra vez que me dejaran jugar, obteniendo siempre la misma respuesta: “estás demasiado chica, no entenderías como”. Si alguna vez me dejaron jugar alguien tomaba mis decisiones, así que mi papel se reducía a lanzar los dados y avanzar las figuritas sobre el tablero. Aún a esa edad tenía la desazón de la trampa, que si bien sentía que era algo que no estaba bien, si mis primos mayores la hacían era por que estaba permitida en algunas ocasiones.
A los 11 o algo así obtuve mi primer juego de monopolio propio, pero claro para ese entonces mis primos mayores ya no jugaban. Todos ellos tenían universidades a las que asistir, novias a las que visitar, hijos a los que atender. Y aunque tenía tras de mi a un entusiasta grupo de posibles participantes, todos ellos eran como yo en mi oportunidad, demasiado chicos para entender y era yo quien tomaba las decisiones. Nuevamente las circunstancias, me llevaban por el lado de la trampa, esta vez permitida porque no tenía paciencia para esperar que aprendieran las reglas ni podía darme el lujo de perder.
Esa noche misma ejecuté el dichoso jueguito y me dispuse a jugarlo con una curiosa mezcla de nostalgia, una vaga sensación de culpa escondida y expectación. A solas, hoy soy un adulto de mas de 30 y mis amigos otro tanto, para que decir más.
La presentación del juego era absolutamente igual al original de cartón, las reglas enunciadas al principio y una ayuda, (help, bah!) servían para dilucidar cualquier duda u olvido. No había jugado monopolio desde hacía mas de una década así que inicié una partida contra la máquina que rápidamente dejé porque no recordaba como hacer muchas cosas y porque me di cuenta de que iba a perder miserablemente. Decidí entonces recurrir a la trampa, mi antigua aliada, para re aprender el juego y al mismo tiempo por un sentimiento de orgullo del hombre contra la máquina.
Para ello escogí a la figurita más característica del juego, la carreta y como mi adversario al perrito. A diferencia del perro original del juego, una figura de metal en la que apenas se vislumbran los contornos del animal, éste lucía como tal, tenía una divertida nariz roja y en lugar de deslizarse por el tablero corría y ladraba al partir.
La partida se inició con la carreta comprando cuanta propiedad cayera bajo sus ruedas, que valiera algo importante claro, todos los trenes y servicios y las propiedades de más valor. El juego permitía que cada jugador escogiera si comprar la propiedad o llevarla a remate, así que cuando el perrito caía en alguna propiedad de valor, simplemente dejaba que se fuera remate y la carreta la adquiría para si.
Curiosamente o castigo divino, los dados parecían darle al perrito de la nariz roja todas las posibilidades, caía en las mejores propiedades, las casillas de arca comunal y casualidad, siempre tenían para él premios, bonos y salidas libres de la cárcel; en tanto mi carretilla caía siempre en propiedades sin valor y casi perdí la cuenta de veces que tuve que pagar una fianza para salir de la cárcel. A diferencia de mis primos menores y de mi misma hacía tantos años ya, este perrito parecía saber lo que hacía o tenía algún pacto secreto anti trampas. En un principio, las ganancias obtenidas por la adquisición de casi todas las propiedades de más valor, paliaban mis pérdidas por los pagos por prisión y otros, pero conforme avanzaba el juego, esta ventaja se hizo cada vez menor. Y ese no era el peor de los males.
Poco a poco, mis dos yo comenzaron a adoptar en mi mente posiciones diferentes a las que originalmente les había destinado. Mis sentimientos hacia el pobre perrito injustamente tratado por la abusiva carretilla tramposa fueron cambiando de la fría posición de sacrificio por el aprendizaje, o debo decir, de mi negativa a perder, a una abierta simpatía.
Me alegraba cada vez que pasaba sin caer por las propiedades de mi malvada carretilla, comencé a dejarlo comprar algunas propiedades, aunque no fueran de gran valor.
Todo esto unido a su ya mencionada buena suerte de perro, terminaron con la descapitalización de la carretilla al seguir pagando derechos de paso y salidas de la cárcel, mientras que el perrito iba avanzando a paso lento pero seguro, digno, sin trampas, aunque llenándose de todos modos los bolsillos de dinero.
Varias vueltas después mi carretilla yacía agotada y sin fondos fuera de juego, mientras el perrito se alzaba con la victoria, y yo quedaba sorprendentemente contenta con mi “derrota”. Al fin y al cabo, me guiñé un ojo, de todos modos había aprendido las reglas del juego otra vez, los conflictos morales estaban fuera del juego.
1 Comments:
Qué vacilón... Nosotros tenemos un juego de Monopolio en la casa, así que un día podríamos jugar una partidilla... espero nomás que en el Monopolio no seas como en el Trivial, donde siempre ganas porque así no tiene gracias pues...
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